¿La soltería es virginidad? - Can. Emilio Enciso Viana
La pureza virginal es una cosa tan bella, tan sugestiva, tan atrayente, que es muy natural que una chica buena, de corazón grande, de alma delicada, se enamore de ella y no quiera perderla, sobre todo, si más enamorada aún de su Dios, se ha dado cuenta de la estima en que Éste la tiene.
Sin
embargo, la santidad no consiste precisamente en la pureza, sino en hacer la voluntad
de Dios.
En muchas
ocasiones, en un porcentaje inmenso, la voluntad de Dios no está en que la
chica conserve perpetuamente la pureza virginal, sino en que cultivándola con
delicadeza y hasta con mimo durante una época, mayor o menor, un día la inmole
en su honor en el altar del matrimonio
En ese día
trascendental en que un sacramento cambiará el rumbo de su vida capacitándola
para la santa misión de esposa y madre, el perfume que ha de embalsamar la
ceremonia, como el incienso que envuelve la ofrenda en la misa solemne, será la
pureza blanca y sin mancha simbolizada en su vestido de novia, en las flores de
su atuendo, en los ornamentos del sacerdote que le bendice.
Y la novia
cristiana, la que ha arrullado su noviazgo bajo la sonrisa maternal de la Inmaculada,
depositará sobre el altar, como su más rico obsequio que, al honrar a Dios, es
un honor al hombre amado y honor para los hijos que nacerán, la azucena de su
pureza.
Pureza
integra sin mancha la de la novia, pureza virginal… ¿La llamaremos virginidad?
Desde
luego toda soltera –por lo tanto toda novia- ha de conservar la integridad
corporal. ¿Basta esto para poderla llamar virgen?
San Jerónimo contesta: “Algunas son vírgenes según la carne más no según el espíritu; son aquellas que, si bien tienen un cuerpo intacto, tienen un alma corrompida”.
En más de
una ocasión, después de una conferencia en la que he urgido la necesidad y
obligación de prepararse al matrimonio con pureza virginal, me han salido al
paso hablándome de una pureza prematrimonial, consistente única y
exclusivamente en la conservación de la integridad corporal.
Esto no
basta, es muy poco. La pureza exigida como virtud esencial del noviazgo
cristiano exige un cuerpo virgen y un alma pura.
A la que
así se conserva, en el lenguaje corriente se le puede –y suele- llamar virgen.
En el
lenguaje teológico la virginidad exige, además, una consagración a Dios.
San Pablo
nos indica: “Una virgen piensa en las cosas de Dios para ser santa en cuerpo y
en alma”.
La
virginidad exige dos elementos: uno, material, la integridad del cuerpo y alma,
y otro, formal, la dedicación de esta pureza integral a Dios como obsequio.
Y esta
dedicación informa a la pureza integral de un valor sobrenatural que de suyo no
tiene, a pesar de ser tan bella.
No todo
pan ácimo es una hostia eucarística; para que lo sea hace falta el ofertorio.
Mediante él, la oblea de pan sin fermentar se constituye en oblata de la misa,
que luego, mediante la consagración, se convertirá en el Cuerpo del Señor.
Muchas
solteras de pureza intachable hay por ahí que, sin embargo, no pueden llamarse
vírgenes en sentido teológico. Las solteras a quienes las circunstancias les ha
obligado a renunciar al matrimonio, y, aunque a regañadientes, han mantenido firmes sin caer en la sensualidad, las
que sienten una predisposición natural a abstenerse de toda actividad sexual,
las que inducidas por razones naturales o por circunstancias especiales,
aceptan la pureza virginal, y hasta la practican con gusto, son como las obleas
de pan sin fermentar. De entre ellas,
algunas muchas -¿no son muchas las obleas que se llevan al altar para
ofrendarlas como hostias eucarísticas?- se seleccionan, y, mediante una
dedicación especial, quedan ofrecidas a Dios.
“Recibe,
Señor, la hostia inmaculada de un cuerpo virgen y un alma pura, que yo, indigna
sierva tuya, te ofrezco a Ti…”, dice la muchacha que a Dios consagra su
virginidad. Y en este momento entre ella y el Señor surgen unas relaciones
especiales, intimas, exigitivas –supuesta la misericordia divina- de un aumento
de gracia que la divinice y transforme en Dios.
La
virginidad, por lo tanto, encierra dos elemente: uno negativo, la integridad
corporal y espiritual, y otro positivo, la dedicación al Señor.
A su vez,
este elemento positivo tiene dos partes. La primera es una voluntad positiva de
evitar toda actividad sexual. La segunda es una voluntad firme y expresa de
hacerlo así, precisamente por agradar a Dios.
En cuanto
al elemento negativo, ha de notarse que si por una sola vez se pierde la
integridad corporal, ésta es imposible de recuperar. En cambio, la pureza
integral del espíritu puede ser recuperada mediante el arrepentimiento y la
confesión.
Respecto
al elemento positivo, “la voluntad decidida” puede ser para toda la vida y
entonces da origen a la virginidad perpetua o tan sólo para una determinada
etapa, y entonces origina la virginidad temporal, compatible con la esperanza
del matrimonio y hasta con el mismo noviazgo, siempre que no se piense contraer
el matrimonio antes de que expire el voto de virginidad.
Antes,
esta palabra asustaba a las chicas, que creían ver en ella una necesidad
imperiosa del convento.
Hoy,
nuestras juventudes, en grandes sectores, muy bien formadas y muy dispuestas a
afianzarse bien para permanecer fieles a Cristo en medio de la invasión
corruptora de la paganía moderna, hablan del voto de virginidad con la mayor
naturalidad.
Es cierto
que las religiosas son las que oficialmente se ligan con votos solemnes o
privados y constituyen una selección de espiritualidad y austeridad, un gremio
santo que la Iglesia rodea de todo cariño y veneración, y los fieles saben
honrar como algo superior dedicado de manera especial a Dios. Son las
reconocidas oficialmente como esposas del Señor.
Pero no es
menos cierto que por el mundo circulan multitud de mujeres que con un voto
secreto han consagrado su virginidad a Dios.
¿Solteras
apartadas del matrimonio por mil circunstancias diversas?
Sí; Pío
XII hace referencia a muchas de ellas en uno de sus discursos (20-X-45):
“También la joven cristiana que queda sin casarse a su pesar, pero que cree firmemente en la Providencia del Padre celestial, reconoce en las vicisitudes de la vida la voz del Maestro: Magister ades et vocat te. (El maestro está ahí y te llama).
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