La familia - R. P. Víctor van Trich

 

No sé si os acordaréis ya de una conferencia que tuve la honra de haceros el año pasado acerca de la grandeza incomparable del oficio que han de cumplir las madres en la sociedad cristiana.

Graves censuras me ha valido. Han encontrado en ella que no tuve ninguna compasión con las madres jóvenes; que les privé de las diversiones, hasta las más inocentes; que las condené a perpetua reclusión dentro de esa fortaleza que se llama “nursery” o departamento de los niños; que resucité, en fin, para ellas-sin las ventajas paganas - la clausura y los rigores del gineceo de Atenas.

¡Por Dios, no fue tan bárbaro mi pensamiento! Vamos a ver. Cuando sacáis del convento a vuestras hijas, ¿no les decís que ya no es tiempo de muñecas? Pues esto es precisamente lo que quise decir a las madres jóvenes del mejor modo que pude, que para ellas ya no era tiempo de jugar con moñas.

En las nupcias romanas, antes de Jesucristo, había una ceremonia que simbolizaba haber dejado los juegos infantiles, y consistía en que la desposada iba arrojando nueces, nuces relinquere, y las solteras le ofrecían un arueca, fursus cum stamine.

¡Pues la rueca es lo que quise entonces regalar! Confieso francamente haberles dicho que arrojasen las nueces.

Mucho he pensado en esto desde entonces, y, sin embargo, no llego a convencerme de que hubiere pasado de la raya. Ahora me ocurre con frecuencia un problema que quisiera poner a vuestra consideración.

En cualquiera de vuestros salones, entre la barahúnda del vals, detened a esa señorita…

No la preguntéis qué quiere, porque es completamente inútil: quiere una cosa y no quiere más. Quiere…, agradar. Pero preguntadle: “¿A quién?... ¿Por qué?”

Puede contestaros sin rubor, con satisfacción, con orgullo…: está en camino, busca el fin, contempla el término.

Más, fijaos, dando también vueltas y más vueltas, pasa por delante de vosotras una esposa joven, una madre joven… “¿A quién?... ¿Por qué?”

No quiero que me respondáis… Cuando se ha llegado al término ¿por qué comenzar de nuevo el camino?, ¿por qué buscar otra vez?, ¿por qué jugar a las muñecas?

Pero en fin, si a pesar de lo dicho encontráis todavía que estuve demasiado severo, dispensadme.
Quien piense seriamente, imposible es que no se sienta solicitado por el problema de por venir. ¿A dónde va la sociedad? ¿A dónde va el mundo?... Cuando contemplo a ese pobre mundo, a esa pobre sociedad que sin parar van adelante, hacia ese oscuro desconocido que se llama lo por venir, véolos envueltos en sangre que les mana de horrible llaga… la familia perece... ¡Ah, por Dios, salvémosla! Reformar la familia, es reformar el mundo, es reformar los pueblos.

Mas, ¿quién la reformará sino la mujer? Y no me opongáis que se la exige demasiado con esto, porque en sus manos tiene la salvación.

Cuando oyó Juana de Arco las voces que la mandaban partir y presentarse ante su “gentil Delfín” para salvar el “santo reino de Francia”, partió y le salvo.

¡Quien no hubiese llorado por ella, si, en vez de partir y ceñirse como heroína la espada, se hubiese quedado allá en los prados de Vaucouleurs, a recoger margaritas y a llamar a las avecillas, “que venían como cautivas a comer sobre su regazo”!

¡Madres, madres! ¿Iréis vosotras a donde os llaman nuestras voces?... ¿Salvaréis la familia y por la familia el mundo, o vais a quedaros para coger flores que apenas las cortéis morirán, o para llamar a no sé yo qué pajarillos que en cuanto pican un granito abren las alas, se echan a volar y os dejan vacías las manos y más vacío aún el corazón?

Con qué, no os engañéis en este punto. En la vida no hay para la mujer sino dos puestos de honor: o matrona o vestal; y tiene en su mano la elección entre estos dos tronos: el hogar o el templo. Entre estas dos cubres habéis elegido ya la vuestra. No bajéis, quedaos sobre esas alturas serenas y gloriosas.
Hace unos veinte años que un autor muy leído y muy oído en el teatro escribió un librito muy pequeño, pero que produjo una resonancia inmensa.

Hacía en él de las mujeres una clasificación que cuadra perfectamente no lo que acabo yo de deciros, a saber: “Mujer de templo y mujer de hogar”; pero luego añadía él: mujer de calle.

Entre pensamientos muy prudentes vénse allí algunos muy locos, y cosa que a nadie debe sorprender dado el carácter propio del talento del autor, se encuentran también otros que son verdadera paradojas. Era que para ver bien las cosas le faltaba una antorcha, la Fe.

Otro autor también, no tan brillante pero más profundo, que no escribió ni comedias ni novelas, pero que se consagró por entero a estudios filosóficos y del bien público, acaba de publicar en nuestros días un libro sobre “la mujer en el siglo XX”, y lanza en él como yo he lanzado este grito: “La familia se relaja; ahí está el peligro. Yo pido a la mujer del siglo XX que levante la familia”.

Pero, ¡qué desgracia! También le falta la Fe. Pues yo tengo mejores cosas en mi Sagrado Libro: tengo cosas mejores en mi antiguo Evangelio, porque así para los hombres como para las sociedades encierra las verdaderas palabras de vida. En él, por consiguiente, es menester buscar el ideal de la familia, y en el ideal de la familia el ideal de la mujer. Pues bien, al abrir ese Libro, veo que me muestra a la doncella desprendiéndose de los brazos de su padre y de su madre y caminando con aire juvenil y resuelto… ¿a dónde, Señores?... A donde os decía antes… Al hogar o al templo… Al hogar, donde se convertirá en esa reina venerada que se llama esposa y madre… o al templo, donde será el ángel puesto en oración para desarmar al cielo, la consagrada a derramar sonrisas y contentos en medio del dolor y llanto de la tierra.

Y donde quiera que entre, en el templo o en el hogar, veo que Dios la bendice y la Iglesia le echa flores; veo subir en su derredor nubes de incienso y oigo himnos de triunfo que saludan su grandeza.
Mas después que se halla dentro no la veo salir, no la veo deslizarse por alguna puerta falsa y atisbando si la ven o no, para respirar la atmósfera febril de perdida libertad… No la veo por entre senderos cubiertos ni entre brumas, ni tapada, en busca de alguna región desconocida fantaseada en algún sueño… No, no la veo, no la veo… ¿Por qué?

Ah, Señores, aquí tiene su lugar la sentencia del novelista francés… Porque las puertas falsas, los senderos cubiertos, los caminos desconocidos hacen bajar…, porque siguiéndolos se cae…, porque al fin de ellos, allá abajo –muy lejos, si queréis, pero siempre muy cerca- ya no está el templo ni el hogar…, está la calle.

Es una verdad hoy trivial, tan sabida y reconocida es ya por todo el mundo, que la mujer debe a Jesucristo toda la honra de que se ve rodeada en las sociedades cristianas. Bien sabéis vosotros lo que era antes de la venida de Jesucristo y lo que es todavía en las tribus salvajes. En Atenas, en la familia griega, la mujer era a lo sumo la primera entre las esclavas; en Roma, donde tenía un puesto algo más elevado, veía incesantemente suspendida de un hilo finísimo sobre su cabeza aquella terrible espada de Damocles, llamada repudio.

En los anales del pueblo judío, el pueblo amado de Dios, se leen escenas familiares de sin igual encanto. Recordad a Tobías y a su esposa cuando estaban esperando la llegada de su hijo; recordad también a Abraham, próximo a morir, cómo pedía a sus hijos que le enterrasen en la cueva de Ephron, en tierra de Mambré, donde descansaba su esposa Sara, a la cual tanto había amado.

Más a través de tan risueños cuadros, vénse también tristes sombras. Recordad, si no, a Agar arrojada de casa con su hijo Ismael; recordad las pretensiones de Haggith o las de Bethsabée para colocar cada una a su hijo sobre el trono en que David ya anciano sólo tenía puesta la decrepitud; recordad, por último, la bajeza de aquella poligamia que el Señor parecía tolerar con impaciencia a causa de la dureza de corazón de Israel. La mujer no estaba sola, ni mucho menos, en aquel hogar, sino que había sufrir la afrenta de ver junto a sí a sus rivales, o si reinaba en él, era como ni aun la última mujer del campo quisiera reinar.

Pero viene Jesucristo, y la familia se transforma y con la familia el mundo. Y ¿qué hace para dar estabilidad a este prodigio?... Pues toma del corazón del hombre el amor, que no era más que una pasión, y lo convierte en virtud; toma de las sociedades de los hombres el matrimonio, que no era más que un contrato, y lo convierte en Sacramento, Sacramentum… y con el toque de sus divinas manos, estas dos cosas perecederas y mortales quedan impregnadas de su eternidad… ¡Nada habrá en el cielo ni en la tierra que separe lo que Dios ha juntado! Ya no son dos sino uno; ya no son dos carnes, sino una carne.

Cuando se dicen dos jóvenes el día de sus desposorios: “Te amo, seré para ti”, se prometen recíproca fidelidad..., y ya es algo; pero ¡cuán poco, Señores, es esto para quien conoce el corazón humano!

¿Creéis, por ventura, que esa fidelidad humana sea bastante para poder añadir después: “¡Para siempre!” y hacer santa y permanente a la familia? ¡No!, llevamos nuestro amor en un vaso demasiado frágil, y el corazón del hombre se halla a veces tan imposibilitado para amar, que cae en sumo desaliento. Porque el tiempo, la costumbre, yo no sé qué sed de lo infinito que nos lleva por el camino de las fantasías, el hechizo de lo desconocido, de lo nuevo que nos deslumbra y nos ciega… ¡Oh!, ¡cuánto y cuán presto roe todo esto y desmenuza nuestros amores! ¡No!, no basta la fe humana. Es menester la intervención de Dios. Esas manos que habéis atado, las ha de atar Dios también: sobre esa soldadura de vuestros corazones, es menester que Dios plante su marca, su imagen y como sello de esa divinidad a quien jamás tocan los siglos.

Y ven cómo para este amor tan grande transforma a ese esposo y a esa esposa, puestos de hinojos en su divina presencia al pie de su altar. Ese ya no es hombre; esa ya no es mujer, sino que son dos sacerdotes que por las palabras que van a pronunciar sus labios, van a obrar la virtud del Sacramento divino.
¿Habéis pensado alguna vez, Señores, en esta misteriosa excepción, en la economía de los Sacramentos de la iglesia? Confía Dios al obispo, confía Dios al sacerdote la administración del Bautismo, de la Confirmación, de la Eucaristía, del Orden, de la Penitencia y de la Extremaunción, y por sus manos ungidas con el Santo Crisma hace correr los ríos de su gracia hasta a las almas; pero en presencia del matrimonio despoja de su autoridad al sacerdote, le pone a un lado, le hace desaparecer para dejar sitio y abrir paso al nuevo sacerdocio del esposo y de la esposa, y se sirve de él para testigo mudo y respetuoso, y para que bendiga un Sacramento que se hace sin él entre ellos y por ellos.

Se hacen entrega reciproca de sí mismos, diciendo: “¿Queréis recibirme? Yo me entrego”. Y responde mutuamente: “Quiero”. Y así como preguntándose ponen la materia del Sacramento, así respondiéndose ponen la forma del mismo, y el Sacramento queda celebrado… La gracia de Dios ha brotado entre ellos.
Desde este momento ya no son dos; no son ya sino uno y por toda la eternidad. Por medio de él ha descendido a ella la gracia santificante de cristo; por medio de ella ha bajado sobre él la gracia santificante del mismo Cristo.

Ahí tenéis, Señores, cómo ha tapizado Cristo de Majestad los tronos de la familia cristiana.
Quitad a Cristo del matrimonio y no os quedará ya sino una ceremonia vulgar, muchas veces extravagante, que nos trae en seguido a la memoria vapores especiales de salas de ayuntamiento o de juzgado civil, con lo sé yo qué tufo triste de sacrificio humano.

Luego vendrá ese desvarío… ¡Ah!, no puedo expresar con palabras el desprecio que rebosa de mi corazón..., ese desvarío, es degradación de la carne humana que comienza en el divorcio para acabar en la unión libre, que hace de la familia un hogar alquilado para tres, seis, nueve meses con cláusulas de rescisión y de pagar el alquiler por meses o semanas. ¡Ah! ¿Qué es entonces ese objeto vil llamado mujer?

Pero en el templo que Dios ha fabricado con sus propias manos para morada de la familia que grandeza, que majestad tan solemne en vuelven al esposo y a la esposa.

Y puesto que hoy quiero hablaros principalmente de ésta, ¿sabéis cómo quiere Dios que sea en ese templo amada esa esposa?

¡Ah! Bien sabe Dios las maravillas que acaba de obrar sus gracias en ese corazón frágil del hombre… Sabe, ahora que le ha inundado por completo con las olas de su divina gracia, sabe lo que del hombre puede esperar y lo que le puede exigir. No vacila… A ese corazón de hombre le va a pedir, corazón de Dios. “¡Amadla, le dice, amadla como yo Dios amé a mi Iglesia!”

¿Y cómo amó Dios a esta su divina esposa?... Hasta morir por ella. Y no se contentó con esto.
Todos los días la está diciendo: “¡Tomad, comed mi cuerpo, bebed mi sangre! ¡Quiero ser uno con vosotros y en vosotros: no quiero ya que seáis vosotros los que vivís, sino yo en vosotros y vosotros en mí!” Y esto sin lagunas, y esto sin desfallecimientos, para siempre jamás en la infinidad de los siglos.
Así quiere Él que sea amada esa mujer, esa reina que Él ha introducido en la majestad de la familia.
Señores, esta grandeza del amor cristiano trocado en virtud por la gracia, y la eternidad de este matrimonio elevado a Sacramento por la misma divina gracia, hizo tan viva impresión en el espíritu de los fieles de los primeros siglos de la Iglesia, que les pareció no haber nada, ni aun la muerte, capaz de romper su lazo. A sus ojos las segundas nupcias eran una deshonra, eran criminales, y los sacerdotes se negaban a autorizarlas con su presencia. Más adelante se suavizó algo la disciplina, pero aún quedan señales del rigor primitivo; porque si bien admite a las sagradas Ordenes al hombre que las solicita después de muerta su esposa, todavía excluye formalmente de ellas al viudo de segundo matrimonio: Bigamus ne ordinetur.

Además, mucho antes que la disciplina mudable de la Iglesia había dicho San Pablo en la Sagrada Escritura al señalar las condiciones que habían de exigirse en el Obispo: Unius uxoris virum, “varón de una sola mujer”, y hablaba inspirado por Dios. Tal era la grandeza del amor, que se inmola sobre el altar de la familia cristiana.

Resta aún otro florón con que adornar esa reina de la familia, vamos a verla ahora coronada por las glorias de la maternidad. No volveré a repetir, Señores, no diré por segunda vez lo que he intentado ya deciros sin haberlo conseguido, a lo menos conforme a lo que yo deseaba, ni volveré a hacer ese boceto, siempre sin acabar, de la grandeza que encierra y de la majestad con que brilla el corazón de una madre. Por otra parte, ¿quién no lo siente en sus entrañas? Es necesario o estar loco o llevar el estigma de maldición para no saltar gozo al oír ese nombre de madre y para no ajar la frente y no inclinarse de respeto y de amor.

¡No, no! Recogeos en vuestro interior…, acordaos de la que fue vuestra madre…, y no tengo ya nada que deciros. A ella le toca hablar dentro vuestro corazón.

Allá cuando éramos jóvenes y nos sentábamos en aquellos bancos clásicos y tradicionales en que nos enseñaban los preceptos del arte de bien decir, nos citaban aquella famosa romana Cornelia, la cual, siendo rogada que enseñase sus alhajas, se fue a buscar a sus hijos, y mostrándolos exclamo: “Ahí están mis alhajas”.

¡Madres, corona vuestra son, no os separéis de ellos!

Harto sé, que ya no es moda llevar las coronas y que los que las tiene las dejan con frecuencia descansar y dormir en los secretos de sus cofres. Y a propósito, como cosa de cuento, se refiere de un rey de Francia que dejando voluntariamente su corona tenía su gusto en andar corriendo las calles de Paría de levita y con su tradicional paraguas rojo bajo el brazo. Poco respetuosa la gente con rey tan desaliñado, le daba adrede empujones cuando le encontraba, y los chuscos y gente baja, convenidos con los cocheros de alquiler, le echaban grandes pilas de barro y agua de los arroyos.

¡Madres, por Dios, no os separéis de vuestra corona! Porque la gente os pondría en tortura y arrojaría a vuestros vestidos la inmundicia de los lodazales.

¿Queréis perseverar siendo grandes? ¡Pues perseverad siendo madres!

Un poeta griego, Eurípides, ha dicho en verso las siguientes bellísimas sentencias: “Dulce es la luz, dulce el espectáculo del mar tranquilo o el de un caudaloso río deslizándose por entre verdes riveras o el de la tierra vestida de flores por la primavera, dulces son también otras mil cosas; pero no hay espectáculo más dulce que ver en torno del hogar crecer hermosos niños”. No hay sentimiento que más espontáneamente brote del corazón del hombre que este amor del padre y de la madre a su hijo y a su sangre. Tocad, tocad a esos parvulillos, saltará como un tigre él; y ella…, ya no es mujer, es una leona.
Parece, pues, que Jesucristo no haya tenido nada que hacer para proteger este coronamiento de la familia, que es el hijo. Eh, cuidado, y desengaños; porque tiene la historia del corazón humano cuadros tan sombríos… ¿Sabéis que se hacía entre los pagano de esos niños, de esos seres encantadores y benditos que son la sonrisa de la tierra?... Si eran demasiados, se tiraban; si nacían deformes, se los estrangulaba; si procedían de un esclavo, se vendían, y hasta en los pueblos de mayor civilización conservaba sobre ellos el padre ese horrible derecho de vida y muerte que sólo pensar en él hace estremecer al alma cristiana.

Tengo muy grabado un hecho atroz que se verificó casi ante mis ojos. Me encontré un día en una carretera con un carricoche de húngaros que iba custodiado por unos gendarmes. El miserable animal que iba tirando de aquella desencajada choza de ruedas, no podía ya más y le hacían parar de cuando en cuando, y entonces el pobre animal tomaba con ansias aliento. Dentro del carro venían atados con esposas en las manos un hombre y una mujer; él, de mal aspecto y de mirada feroz; ella, joven aún y agraciada con esas formas salvajes de los húngaros vagabundos. Y, ¿por qué los llevaban maniatados y con guardas?

Durante el viaje un pobre niño de un año, hijo suyo, habiéndose inclinado demasiado fuera del carro, se había caído al suelo y las ruedas del carro pasaron por encima de las tiernecitas piernas del infante. Ella dio un grito, no de mujer, sino de hembra; él recogió al niño y le extendió sobre sus enormes manos negras, y como viese que se movían las piernecitas magulladas, sacudió la cabeza… El hombre miró a la mujer; la mujer comprendió y se tapó la cara. Él entonces estrelló contra un árbol la cabeza del niño y le echó luego a la cuneta.

Por eso estaba el hombre allí con la mujer, aturdidos ambos, sin saber qué les haría la justicia. “De todos modos se hubiera muerto”, decía él… “Además si hubiese vivido, no hubiese servido para nada”.
Señores; esto es horrible. ¡Y, sin embargo, este hombre estaba exactamente en el mismo caso en que se hallaban los griegos y los romanos antes de la venida de Jesucristo!

Y, ¿qué más hace Jesucristo? Pues coge a este tierno infante de la misma manera que había cogido antes vuestro amor y vuestras promesas; y así como consagró éstas, consagra también al infante. De ese cuerpecito imponente y miserable, de ese bosquejo, de esa larva de hombre, hace su templo, el templo del Espíritu Santo; habita en él y le diviniza. Ya no basta con amar… ¡Oh madres, respetad, respetad a vuestros hijos! Y ahora venid a ver conmigo… ¿Veis a la luz rojiza y vacilante de opaca lamparilla, veis esa blanquísima cura?... Está durmiendo el niño y, al pie, contemplando a su hijo, está orando la madre… De repente, se levanta con tiento, se acerca a pasito, se inclina, con mano prudente aptarte un poquito la orla y el encaje, y al descubrir con la vista el tiernecito pecho débilmente levantado por la vida que en él late, se inclina más aún y besa aquel tabernáculo en que descansa su Dios… No me preguntéis por el nombre de esa madre; ¡sois vosotras, oh madres creyentes, sois todas vosotras¡ Es la madre cristiana.

¿Y se acabó con esto? No, Señores. Cristo ha hecho ya del niño un templo para sí. Ved ahora sobre qué trono le va a colocar. Curiosos un día sus apóstoles por saber cuál fuese aquel reino del cielo de que siempre les estaba hablando el Salvador y del cual se mostraban en gran manera deseoso por habérsele ellos imaginado a la manera de los reinos de este mundo y por esperar ocupar en el buenos y provechosos puestos, un día, digo, le preguntaron: “Maestro, ¿quién tendrá el primer asiento en el reino de los cielos?”

Jesucristo entonces llamó a un niño y, poniéndole en medio de ellos: “En verdad, dijo, si no os hicieres como este niño, no entraréis en mi reino”. Sed como él, puros como él, sinceros como él, ingenuos, sencillos y buenos como él, y seréis los primeros en mi reino. “¡Oh, no los retiréis de mí! Quién acoge con amor a uno de esto pequeñuelos, es como si me acogiese a mí mismo”.

Y en seguida, como acordándose de la flaqueza de estas almas sin defensa y sin auxilio y expuestas a todos los desprecios y abusos de los fuertes: “¡Tened cuidado! ¡Desgraciado aquel que induzca al mal a uno de estos pequeñuelos! ¡Ah!, mejor sería para él que le pusieran al cuello una piedra de molino y con ella le arrojasen al mar”.

En todo el Evangelio no he visto yo palabras más fuertes.

Con Judas el traidor está más suave: “Más le valdría no haber nacido”, le dice, y eso que Judas tocaba a Dios y le vendía; pero aquel que toca a un niño: “¡Ay de él!, dice, ¡ay de él! ¡Mejor le sería que le pusiesen al cuello una rueda de molino y con ella le arrojasen al mar!” ¡Ah!, Señores, cuando pienso en lo que ha hecho Jesucristo por el niño y en lo que le ama, y veo a algunas madres dejar olvidados a esos angelitos que tan necesitados de ellas se ven, y dejarlos allá en sus casa confiados a manos asalariadas y a personas extrañas, para poder ir más sueltas a bailar un vals, o a aplaudir en el circo a algún acróbata o a algún domador, o a llorar en el teatro por lo que representa alguna actriz, ya podéis comprender cuanto sufrirá mi corazón de sacerdote. ¿Por ventura las ha hecho Dios madres para esto? Mas no quiero salirme de mi materia, y resumiendo digo:

Jesucristo ha santificado la familia, ha hecho santa a esa trinidad de la tierra, que se llama padre, madre e hijo. Lo que era amor, instinto y pasión, lo ha hecho virtud, deber y honra.

Lo que era frágil, efímero y mortal, lo ha hecho fuerte, indisoluble e inmortal, y, transformando así las cosas, ha puesto de una vez fundamento a todo, a estas tres columnas de la humanidad, a saber: la familia, la raza y la patria.

Acabo de mostraros, aunque muy rápidamente y a grandes rasgos, qué cosa sea el matrimonio y la familia en sentido cristiano.

Partiendo ahora de esta concepción sublime de la familia, vamos a ver de un lado a la joven cristiana y del otro a la mundana, llamadas ambas a la honra del hogar, de qué manera se preparan para su cargo y cómo van subiendo a tan elevadas alturas.

Veamos primeramente a la cristiana.

Sabiendo que va a entregar para siempre su corazón, busca, ¿qué buscará? Un alma cristiana, ante todo, y que adore al mismo Dios que ella adora y que se comunique con ella en la misma fe y en la misma esperanza y en el mismo amor. Busca además, un espíritu de buen temple, un corazón honrado, una voluntad fuerte y adiestrada para la virtud. Más todavía, busca sangre generosa y limpia que corra por buenas venas y debajo de carnes sin tacha. Y aún más lejos iré, busca también fortuna, a lo menos aquella dorada medianía del poeta que mira sin miedo al día de mañana y quita los cuidados atormentadores de las cosas materiales y de la indigencia, el gran gusano roedor del amor.
Busca, en una palabra, ese matrimonio mitad de amor y mitad de razón, que es la fórmula correcta y verdadera, deseable en el matrimonio. Bien veis que no exagero, y que si me ha ocurrido decir ser menester para abrazar ese estado buena provisión de amor, porque se pierde en gran cantidad a lo largo del camino, también reconozco que es menester no menos provisión de razón, porque desde el primer momento hay que hacer mucho gasto de ella.

Por otra parte, la joven cristiana no se engaña acerca del género de vida. Sabe que esta vida no es sino un encadenamiento largo de obligaciones, y que toda obligación supone abnegación y sacrificio. ¡Por eso se prepara para dominarse y para sacrificarse, y no para gozar! Si espera se feliz, (quién no lo espera a esa edad?), lo espera no como gracia, sino como recompensa, aunque pudiera ocurrir que ésta no llegase a este mundo de acá abajo, en el cual solamente tienen puesto fijo el dolor y el sufrimiento.
Semejante joven se halla en lo cierto, está en lo justo y ve las cosas tales como son, es decir, en la verdad. Ella podrá encontrar lo que busca, pero también puede no encontrarlo; mas sucédala lo que la suceda, se quedara satisfecha y honrada; porque ella ha seguido derecha su camino por la vía bendecida por Dios y que la lleva al hogar.

¿Es así como se procede por regla general en esta materia entre la gente mundana? Veámoslo.
Sale del colegio la joven: trae ciertas ignorancias que estoy muy lejos de censurar, pero que a veces han llegado al extremo; mas juntamente con esas ignorancias trae también algunos presentimientos tan sutiles que ni con mucho pudieron nunca sospechar las buenas de las Hermanas del convento. ¡Ya se ve! ¡Nunca jamás se cerrarán tanto las puestas y ventanas del convento que no pueda entrar por alguna de sus aberturas o resquicios algún rayo del mundo! Ella ha entrevisto algo y algo adivina.
Sin embargo, todavía se puede decir en honor de la verdad que la pobre joven apenas sabe algo de la vida, y lo poco que sabe lo sabe cómo de refilón, y lo poco que ha podido ver de mundo lo ha visto colado por la tupida gasa sonrosada y hechizada de sus ilusiones y sueños.

Lo que la salvará será que están con ella su padre y su madre para guiarla a lo largo del camino. Por un lado la aman, por otro tienen ya ellos la experiencia y la prudencia que el caso requiere, y por tanto la llevarán por buen camino, ¿no es verdad?

Efectivamente.

“Don N… y doña N… celebrarán fiestas este invierno”.
¿Con qué motivo?
“Su hija –en la antigua canción de marqués y marquesa se llamaba Isabel- sale del convento”.
¡Está bien!
“Y para ellos ha llegado la ocasión de colocarla”.
“Colocarla”, palabra verdaderamente singular… ¿no es así… Notad que ya está recibida y admitida por todos; pero convenid también conmigo en que, desgraciadamente, nos recuerda a un viajante de comercio que sale a “colocar” los géneros de las fábricas atestadas de productos.
¿Y sirve el baile para estas colocaciones?
“Vaya si sirve; en él hay encuentros, en él se conocen a las personas…”

Encuentros… Convengo en ello.

Efectivamente, al primer anuncio de un baile llueven cartas y tarjetas en el buzón y los invitados corresponden a ellas… Vaya si habrá encuentros, es decir, que Isabel escribirá en su cartera una lista de nombres, que se escribirán también en la cartera de sus compañeras. Luego, a la mañana siguiente del baile podrá decir: he encontrado a don N., don P., don O., y así sucesivamente. Es verdad que los ha encontrado y hasta ha hablado con ellos.

¿Y con esto los conoce ya, me diréis? ¡Alto! ¡Aquí es donde os detengo!...
Esa joven ha encontrado a esos señores. ¿Dónde? En el baile, más como el baile es la excepción en la vida, los ha conocido fuera de condiciones normales de la vida; porque esas mil y mil luces, esas flores que ahogan, esa música que embriaga, ese lujo que deslumbra, ese movimiento que enloquece, ¿es por ventura ese marco en que han de aparecer esos caballeros durante la vida que lleve, si llega a ser esposa de alguno? Y en ese marco el joven que se proponía agradar se ha adornado cuanto le ha sido posible, ha presentado en público lo mejor de su ingenio, lo mejor de sus talentos, lo mejor de su corazón, de su voz y de sus gracias, reservando y ocultando allá en lo más hondo, muy en las tinieblas de su interior, todas las horruras de una naturaleza que pudiera mancillar, pero que está allí, encadenada ahora, impaciente y dispuesta a saltar al primer momento o descuido.

¡Y ella le conocería!...
Seamos justos; él no tiene tampoco de ella mayores conocimientos… ¡Porque ella cabalmente ha hecho lo mismísimo que él, quizás con mayor comodidad por tener menos que ocultar, pero con una habilidad tan coquetona que el hombre jamás puede obtener!, y en este marco, mucho más fascinador que el otro, es donde ha colocado ella su retrato, adornándole con todos los hechizos de su tocador, en el cual no puede el señorito sino, a lo sumo, abrocharse bien el consabido traje negro y estirarse las almidonadas tiesuras que le llevan engomado.v Me diréis que en este linaje de fiestas os divertís y recreáis; no diré yo que no, pero que en ellas se aprenda a conocer… Eso, ¡no! Replicaréis que pronto llegará el tiempo de conocerse… ¡Veámoslo!

Supongamos que el joven, después de haber tomado informes, y que habiendo recibido de él informes favorables es admitido a la honra solicitada. Pues continua exactamente el mismo juego de antes, sólo que es menos brillante la escena y menos en número los actores. Pero tanto el uno como la otra se hacen agradables, se hacen buenos, virtuosos, condescendientes…, uno y otra se ponen siempre y aparecen de ese lado que los fotógrafos duchos descubren al momento y que en su arte llaman el lado favorecido.
En el entretanto van los padres preparando la dote y el equipo de boda; dan asaltos a este Ministerio, a aquella administración, a fin de obtener para el futuro hijo político el puesto o el empleo conveniente… Esto dura dos meses, tres meses, o así; mas como las horas mortales empleadas en tantos preparativos enervan mucho y pronto se da el grito de “¡Adelante! ¡A la boda!

No os confundáis, Señores, acerca de mi pensamiento. Estoy muy lejos de decir que haya en todo esto el plan preconcebido de pasar el tiempo ni de engañarse uno a otro. ¡No! Cuando se aman de veras dos corazones hay así en uno como en otro, a lo menos en los primeros albores, una lucha magnifica de generosidad. Él es franco, cuando por agradarla a ella, se vence en sus defectos, en sus malas costumbres, en su carácter; cuando sacrifica por ella sus propios gustos, sus deseos, su arrojo y sus arrebatos. Ella es franca también, cuando se presenta como buena, dulce, sencilla, modesta, resignada, grave y amante del trabajo y del hogar… Sí, ambos a dos son excelentes jóvenes y generosos en sacrificios, y en estos sacrificios hallan el secreto de la felicidad, porque son felices, y deliciosamente felices entonces.

Y he aquí sin duda, a mi juicio, viene ese dicho tristemente cierto, que la época más feliz del matrimonio es la de los amores. ¡La desgracia está en que no dura siempre! Ah, Señores, ¡que descubrimiento! ¿Qué seria menester para que siempre continuasen siendo felices?... ¡Qué esa época durase siempre!, o lo que equivale a decir que para ser felices en el matrimonio hay que vivir siempre en amor, acomodarse siempre el uno con el otro, desvivirse y sacrificarse siempre el uno por el otro, que esto es verdaderamente amarse siempre. No ha mucho, Señores, leía yo en un autor contemporáneo unas palabras de gran verdad. “Escuchad, decía: el amor verdadero vive de los sacrificios que se impone él mismo, el falso de los que exige”. ¡Oh!, ¡qué verdad tan profunda! Mas volvamos al hilo de mi discurso.

Concluyo pues, Señores, que por la práctica generalmente admitida, entran en el matrimonio sin conocerse.

Y añado al mismo tiempo, para mostraros cuán lejos de los extremos quiero colocarme, que no se halla más favorecido el matrimonio de puro amor, nunca se conocen dos menos, que cuando se aman con esta clase de amor. Porque es tan gran poeta el amor que no ve las cosas tales como son ellas, sino tales cuales las crea en su fantasía; él es quien las hace tan bellas, y en ellas emplea toda la magia de sus hechizos.

¿No habéis visto como de una Maritornes de venta hace Dulcineas y Princesas del Toboso? Sí, pero eso lo hacía D. Quijote.

¡Pues, Señores, en ese estado todos los hombres tienen mucho de Quijote!
A lo cual hay que añadir cierta singular disposición en las mujeres a obrar en estos casos, tanto por sencillez como por yo no sé qué natural instinto, de modo que satisfagan además del amor puro y sencillo el amor propio.

Cuando va la joven ya a decidir, no piensa en sí sola, sino también en sus amigas, en sus compañeras; en una palabra, en todas aquellas personas que ella llama su mundo.

No se entrega a él solamente por sí misma, sino además por sus conocidos.

No se pregunta solamente si la hará feliz, pero además, y con ansiedad igual o mayor, se dice a sí misma: ¿Qué figura hará ese joven en medio de mi gente?”

Oí un día a cierta joven que estaba ya resuelta y en vísperas de admitir el corazón mejor, al joven más perfecto y al más cumplido galán, pero no de muy agraciado rostro, lo diré todo, bastante feo, vamos; oí, digo, a una joven que me decía con un suspiro inexplicable: “Ah, si pudiese prescindir nada más que de la obligación de presentarle!” Pues no tuvo valor para pasar adelante y rompió las relaciones.
Eso me hizo lamentar que en un siglo en que todo se encuentra por alquiler, hasta joyas y adornos para todos los gustos, no se pueda alquilar también, a tanto por hora, algún joven que sólo sirviera para las presentaciones y al cual después de ellas se despachase.

Si os acontece en vuestra vida tropezar con alguna esposa desgraciada, preguntadla, así que la hayáis dejado llorar su suerte: “Y por qué os casasteis con él”. “¿Lo sé yo acaso?” Os contestará desde luego, pero después os dará varias razones, las verdaderas, y con sinceridad; y entonces o mucho me engaño o se descubrirá el amor propio en todas ellas.

“Mis amigas de colegio estaban ya casadas, ¿me iba yo a quedar sola?”.

“Otro me había hecho un desprecio, y a mí me faltó tiempo para probarle que me podía pasar muy bien sin él”.

“Todas le querían para sí, y yo estaba orgullosa con él. ¡Era tan bueno! ¡Tan elegante ¡Era hijo del alcalde o del gobernador!, y yo contaba con que en la boda vestiría uniforme de algún ministerio o la espada de agregado a alguna embajada”. Todo lo cual traduciría una aldeana por: “Era el gallito del pueblo…”

Señores, en una palabra, porque yo lo puedo decir todo: buscad el género y la naturaleza de los pesos que se ponen en la balanza; examinad cuál es el que hace inclinar el platillo del sí…
¡Cuántas veces veréis que os trastorna las ideas, que os habías formado de la prudencia de los hombres y de las mujeres!...

¿Y la parte que se debe dar a Dios en estas consideraciones? ¿Se piensa en Él? ¿Se piensa que es Él quien va a disponer para lo venidero de esas dos vidas juntas para siempre, y que será por consiguiente bueno consultar con Él en la oración?

¡Ah, cuantas veces, aun tratando entre cristianos, no viene de arriba, no viene de Dios el soplo que lleva hacía el matrimonio! ¡Que de veces viene de abajo, de esas regiones pestilentes en que soplan las pasiones, en que se fundan los cálculos y en que se ensanchan todas las ambiciones de la veleidad humana!

Mirad también hacia adelante y veréis aparecer con luz meridiana lo que podría yo llamar leu general del matrimonio.

Cuando se llama a Dios por tercero entre dos corazones que se aman, no viene solo a ellos, sino que lleva consigo la felicidad. La felicidad, sí –no digo el placer, sino la felicidad- se pone en medio del amor, cuando entra Dios en él. Y mora en él tanto cuanto en él mora Dios, reina en él tanto cuanto en ese amor reine Dios; y cuando Dios se retira, se retira juntamente con Él la felicidad. Echad al uno y con Él desterraréis a la otra.

¡Si está Dios presente, presente está la felicidad!
¡Si está Dios ausente, ausente está la felicidad!

¿Queréis saber ahora en qué se convierte el matrimonio y en qué se convierte la familia así que Dios sale de los corazones?
Pues vedlo aquí pintado por un escritor que no me recusaréis por clerical, Alejandro Dumas, hijo; y traed a la memoria, si os place, el matrimonio glorioso y la familia gloriosa de mi Evangelio.
¡Veamos primeramente el matrimonio en el pueblo y sin Dios!

“Cásanse, escribe el dicho autor, uno y otro sin saber por qué, es menester confesarlo ingenuamente. Los más honrados siguen las prácticas de costumbre y en presencia del alcalde y del sacerdote prestan el juramento de amarse y de vivir juntos siempre hasta la muerte, y por lo general le cumplen. Se uncen entonces y van tirando ambos del carro de la vida como van tirando del arado dos bueyes, por entre piedras o barro, al sol y a la lluvia, abriendo un surco y otro surco con trabajo, con paciencia, en silencio, sin preguntarse qué siembran detrás de ellos ni que nacerá allí con el tiempo. La necesidad los aguijonea si se quieren detener y les permite tomar aliento de cuando en cuando al fin del surco; un día de descanso les hace el efecto de la felicidad.

“Mucho instinto, mucha ignorancia y costumbre, algo de resignación, algo de sentimiento y algo de esperanza: ahí está lo principal…” Esto, cuanto a los pequeños y a los pobres.
“Cuanto a los ricos y a los grandes, prosigue el autor, es el mismo caso, sólo que están un poco más arriba en la escala, comen mejor, digieren peor y no tienen que hacer sino llevar sus pasiones, sus vicios, sus penas y sus pesares personales, voluntarios casi siempre. Tal es el movimiento general, visible de las sociedades, inmensos rebaños de hombres que se agitan, saltan, corren, luchan, pasan, desaparecen y se renuevan sin que por eso se vuelva ninguna tempestad por donde vino, ni suba a su manantial ninguna gota de agua, a través de la indiferencia más completa de la naturaleza que los cuida y los devora con una sangre fría que desespera”.

Ciertamente, Señores, no hay que generalizar cuadro tan desconsolador, ni dejar de tener en cuenta el efecto que el autor quería causar y que exigía tan negras tientas; pero no por eso vayáis a iluminarle demasiado. Porque vamos a ver, ¿no os habéis vosotros mismo encontrado por vuestro camino con una pareja de estas en el que uno tira por Flandes y el otro por Aragón? ¡Ay, ay, y lo peor, que entre el uno y el otro van los pobrecitos hijos!

¿No habéis visto nunca una pareja en que el caballo de la derecha, rompiendo de un esfuerzo las riendas, se escapa y deja al otro pobre de la izquierda tirando solo?

¿Y cuándo se escapan los dos? ¡Ah, pobrecitos niños! ¡Pobrecitos, abandonados por el desierto solitario!

Por supuesto, Señores, que entre el matrimonio cristiano que primeramente os pinté y este otro triste y desconsolador que describe Dumas, hay otros mil, de los cuales unos se acercan más al primero, otros al segundo y muchos oscilan en las penumbras de uno y otro. Podríamos colocarlos por orden decreciente de felicidad y verías cómo a la vez quedaban colocados por orden decreciente de fe y de virtudes cristianas. ¡Esa es la ley, y ley fatal!

Yo ya veis que no puedo detenerme a describiros esos intermedios, sino que he de dejarlos a vuestra consideración individual, porque apenas tengo tiempo para estudiar los extremos.
Quiero por tanto mostraros, considerando siempre de un lado a la joven cristiana y del otro a la mundana, cómo ésta va fatalmente camino del sufrimiento y tortura del alma, mientras que aquella va, si no camino de la felicidad, a lo menos hacia el contento y hacia la paz, que son, después de bien visto todo, las únicas formas algo duraderas bajo las cuales es dado al hombre gustar en este mundo la felicidad.

¿Y pensáis, Señores, que voy a deciros yo que la joven cristiana, al entender cristianamente su matrimonio y aparejarse cristianamente para él, va a quedar exenta de desengaños, o que tiene ya en su prudencia, en su corazón y en su talento asegurada la felicidad y garantía de la paz? No, no voy tan allá, sino que me limito a afirmar por de pronto: que en el cuidado puesto para informarse llevando por guías la razón y la fe muestra haber pensado seriamente sobre las verdaderas cualidades y dado a cada una de ellas su verdadero valor y, por consiguiente, haber usado de todos los medios para lo que se propone.
Además añado: que después del hecho, sea que se encuentre dichosa, sea que se considere desgraciada, tiene en su fe los divinos recursos que ha menester para conservar ese tesoro frágil llamado felicidad, o para llevar sus tristezas con esa grandeza de alma y esa generosidad para el sacrificio que las ennoblece y saca dulcedumbre de su amargura. La mundana no tiene nada de esto.

Supongamos que ambas son felices.
¡Qué cuadro, Señores, tan encantador el de una familia feliz! Para mí, en ese trato continuo y cotidiano de todas las miserias humanas que forma la vida normal del sacerdote, no hay nada tan dulce, ni tan consolador, ni tan confortante, ni que haga tanto subir el alma a Dios y bendecirle, como las horas deliciosas pasadas en el seno de uno de esos hogares risueños en que mora con la bendición de lo alto, la felicidad. Quizás descargue contra él sus golpes el infortunio o huya de él la riqueza para dejar paso a la ruina, ¡qué importa! Se miran los esposos, se entiendes y exclaman: “No por eso nos hemos de amar menos”, y luego se sonríen, les ha sido fiel la felicidad. ¡Sólo la muerte es capaz de echar un manto sobre su frente y ocultar esta sonrisa, porque al pasar por ellos les ha arrebatado un pedazo de su amor! Más saben que allá arriba encontrarán y para siempre, los seres queridísimos que han perdido.
Y ved, Señores, esas familias, porque también vosotros las encontráis, tienen una señal particular: viven aisladas del mundo, huyen de él y se encierran en ese dulce nido de todos sus amores, llamado el hogar, dulce hogar. Tienen miedo fuera de él y temen esa tierra extraña en que nada hay que los llame, nada que no los espante. Diríase que barruntan que en ella se les va a evaporar su felicidad, y por eso se retiran inquietos y se encierran echando todos los cerrojos porque no se les escape.
¡Ah, Señores, qué instinto tan divino de las cosas!

¡Hogares dichosos, cerrad vuestras puertas, cerrad vuestras ventanas, que la felicidad es un huésped inconstante y huiría, y no vuelve dos veces a las mismas riberas!

A esta vida interior, algo claustral, fácilmente se resigna la cristiana, porque está hecha a ella por educación y por deseo. Se destierra a ella, se oculta y se guarda así, porque no se ausente la felicidad que Dios le ha dado en herencia.

Pero la mundana tiene más dificultad para hacerse a esta vida de encierro. Porque habituadas sus alas a vuelos más lejanos, sienten estremecimientos como las aves viajeras, aun hallándose enjauladas, los sienten a la llegada del otoño o de las emigraciones a Ultramar. Y aún si se hallan domesticadas, como algún alambre de la jaula se doble y se rompa, ¿retendréis a esa avecilla veleidosa? Algún tiempo sí, os lo concedo; pero después le tornará la costumbre de la felicidad y le vendrá la tentación como al pichón de la fábula:

… s’ennuyant au logis
d’ entreprendre
Un voyage en lontain pays.

Se ira y sin tardar.

Tirant l’aile et trainant le pied
Demi.morte et demi boiteuse.

Volverá, ay, para tornarse a marchar después, porque en esta ausencia, abandonada la felicidad a sí sola, habrá dado también su vuelo. Y ahí la tenéis ya desgraciada por culpa propia, ¡ay!, por no haber sabido guardar el don que Dios le hacía.

Esta es la hipótesis risueña, es decir, el caso de haber recibido la felicidad y de haberla conservado una y de haberla perdido la otra. Pero supongámoslas, Señores, ahora, desde el primer día desgraciadas en su hogar, sin entenderse con sus respectivos esposos y hasta abandonadas y solas en él. Supongámoslas gobernado solas aquel hogar incompleto.

¿Qué hará la joven del mundo? ¿Qué es lo que ha buscado en la familia? Lo voy a repetir: ¡la alegría y la felicidad! ¿Y qué ha encontrado? ¡Desengaños, y de los más amargos! ¡Cuántas lágrimas ha vertido! Un día cansada de gemir y de llorar, aburrida de tanto esperar y esperar en vano, y rendida ya sobre todo por el sufrimiento, se levanta y va… ¿A dónde ira? ¡Oh!, en busca de esa alegría y de esa felicidad de que tanta sed tiene y de que tan cruelmente ha sido privada. ¿Y dónde las va a buscar? ¡Al mundo!
Bien sé que es honrada, y que la idea de faltar la horripila, y que quiere vivir y morir sin mancha. Sí, bien sé todo esto. La forma bajo la cual pretende buscar la alegría y la felicidad perdida tiene un nombre muy hermoso, sublime y muy noble… Amistad…

Se la sirven a porfía, y ella goza y se harta de tan fino licor; torna a ella cien y cien veces, sólo que, yo no sé, ese licor tan generoso que corre un día y otro día y todos los días con la misma etiqueta… “Amistad, amistad”, toma a la larga ciertos saborcillos y sube tanto en la escala alcohólica, que, en verdad, la inspira temores, pero, ¿por qué temer?, la etiqueta está clara… “Amistad”. Y continua bebiendo, y la van echando una copa, y cien, y sus labios se van haciendo a ese nuevo sabor áspero y que abrasa, y el paladar se acostumbra a solo el… Ella no mira ya la etiqueta; lo paladea sin mirarlo…
Un día se abren sus ojos, lee… Ya es otro nombre lo que allí lee y lo que la llena de rubor, “¡Ah, Dios mío! ¿Yo aquí?” Le da un sobresalto de horror al verse sorprendida; duda un momento, quiere huir, pero ¿a dónde? ¿A aquella fría soledad de antes? ¿A aquel desierto del corazón y del alma? ¡La hace estremecer! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué hacer? “¡Adelante, la suerte ya está echada!... Él se lo quiso…” Y cubriéndose el rostro con las manos se lanza. ¿A dónde, Señores? Ya he dicho la palabra, y no tengo otra: “A la calle” ¿Encontrará a lo menos la felicidad? ¡Encontrará la embriaguez de los placeres, la pasión febril y salvaje, el loco aturdimiento de los apetitos bajos!, pero la felicidad ¡no!, ¡no!, ¡y mil veces no! ¡Ah! ¡Tened bien presente esta ley fatal que pesa fuerte como la voluntad de Dios sobre los corazones de los hombres! En los amores que Dios bendice, derrama de tiempo en tiempo felicidades, más en los que maldice... ¡Jamás!

¿Sabéis lo que encontrará, en efecto, esa mujer? Precisamente aquello mismo que quería evitar: ¡abandono, desamparo, traición, soledad! ¡Porque yo no he de enseñaros a vosotras, ¿no es verdad?, de qué manera se da fin a esas aventuras, ni cuánto tiempo andan en ellas!

Abandonada y oculta, Dios sabe dónde, pasará un poco tiempo llorando y se pondrá otra vez a buscar; volverá a encontrar, ya no tan presto, y será abandonada otra vez, y más pronto que antes. Llorará de nuevo y buscará de nuevo, pero el encontrar será cada vez más difícil y el perder cada vez más fácil.
Con ese ir y venir sin cesar ser irá gastando su vida hasta que venda la edad, ¡y la edad viene tan de prisa!, y entonces buscará todavía y ya no encontrará… Viéndose ahora definitivamente despreciada, sentirá caer sobre su frente un frío más glacial que el frío de su soledad; el frío del desprecio, y en su primitivo desierto se habrá hecho mayor el vacío, porque de aquel sitio real en que la había colocado, habrá desaparecido hasta la honra!

Y sola, sola con sus remordimientos y con algo más cruel que sus remordimientos, con su desamparo; y con algo más cruel todavía que su desamparo, con su vejez, con esa vejez sin entrañas que la va royendo, con esa vejez que poco a poco grabando con su buril por entre los surcos de su frente esta terrible inscripción: “Pasó”…

Con todo esto, ¿a dónde huirá?

¡Ah! ¡A la vejez, a la vejez! Verse abandonada en la vejez y sin auxilio, despreciada y sin esperanza, ¡y siempre hacia la vejez! ¡Oh, oh, más le valdría morir!

¿Y la cristiana?

La mujer cristiana, Señores, no ha buscado en el matrimonio la alegría ni la comodidad, sino que ha ido a él en busca del deber y de la virtud ante todo, y si han cruzado por su mente la alegría y la comodidad, ha sido como recompensa del uno y de la otra, del deber y de la virtud. Cuando se han desvanecido como el humo sus esperanzas; cuando ha visto al dolor posarse sobre su hogar; cuando ha conocido que aquel amor que ella había considerado como delicia y encanto de su vida, se iba poco a poco como flor sin riego secando y muriendo; cuando, finalmente, su corazón se ha hecho añicos, ¡ah!, ha sufrido, es verdad; su alma, igual que la otra, se ha desgarrado y ha elevado al Señor este grito de desolación y angustia: “¡Señor, si es posible, pase de mí este cáliz, este cáliz amargo de desamparo!”

Pero no; era menester apurar hasta las heces esa horrible hiel de los corazones traicionados. Pues bien, dice: “¡Señor!, ¡qué se haga vuestra voluntad!”, y entonces, de esta universal devastación de su felicidad, una cosa sola, pero sublime, grandiosa, ¡ah!... divina, diría yo de buena gana, ha quedado en pie ante sus ojos, como quedó de pie la cruz en el Calvario: ¡el deber!

Ha visto enclavado sobre esta cruz a Cristo y como él se ha enclavado en ella; y ahora está allí ella, crucificada por el deber, de pie sobre su propio calvario, abiertos los brazos y extendidos hacia Dios.
¡Ah! Señores, por algo quiso Jesucristo que fuese traspasado su Corazón… Era menester que los corazones bañados en sangre encontrasen en la llaga viva de su costado el refugio divino.

Anda, pobre mujer, coge tu cruz y clava en ella tus pies, clava en ella tus manos y aplica tu corazón desgarrado al Corazón desgarrado de tu Maestro: Él te ama, sí, y no caerá a tierra ni una gota de tu sangre sin encontrar en ella la sangre sonrosada aún y viva que por ti derramó. Vedlas, pues, Señores… ved ahora a esas dos mujeres, frente la una de la otra, cara a cara, la una abandonada de la calle; la otra la gloriosa del Calvario… y decidme: ¿Dónde está la fuerza?, ¿Dónde la grandeza?, ¿dónde la energía varonil?, ¿dónde, finalmente, la honra? Notad, me atrevo a rogaros, que todo este heroísmo que acabo de describir sale de la noción misma del deber.

El deber es inmortal, ni depende de las circunstancias mudables de los tiempos, sino que siempre está de pie; comenzó allá en el altar de las nupcias y sique a través de la vida, sin lagunas y sin eclipses hasta la muerte.

Si el otro falta a él, le hace traición y rompe sus lazos y le hace jirones y pasa por encima de todo, allá él: él lo verá. Dios está allí esperándole… Pero no por eso dejará de estar menos eternamente firme el deber, clamando: ¡Sé fiel! ¡Se fiel!

Y ahí tenéis, Señores, por qué razón, porque ya es hora de acabar, ahí tenéis por qué razón quisiera yo que juntamente con la leche de sus madres cayese gota a gota sobre el alma de los niños el vino generoso de la fuerza, que a la primera mirada de sus ojos se les apareciese el deber, como el fin único y divino de la vida.

Quisiera que según van creciendo, estuviese siempre su alma contemplando ese glorioso faro.
Quisiera, finalmente, que se les mostrase con resolución y franqueza la vida tan cual es, no como un juego de diversión en que se va a caza de plumitas que se lleva el viento y se llaman placer, sino el áspero y duro ejercicio del deber.

Quisiera que el joven y la joven al entrar en el mundo supiesen lo que van a encontrar en él y lo que en él tienen que hacer. Claro está que no censuro la prudencia, antes digo que será bueno dejar a estas almas en cierta utilísima ignorancia…: sin embargo, en esto hay un límite, y quizás en algunos casos se le traspasa. Yo no veo ninguna ventaja en presentar el mundo a las personas que le hacen rostro del modo que se presenta una medicina a los niños, cuando se les dice: “¡Cierra los ojos y tapa las narices, querido, que es azúcar!”

Pero, ¿quién les ha de enseñar sus obligaciones si no es la madre?

¿Quién les hará abrazarse con los trabajos y sacrificios, sino… la madre?

¿Y dónde les ha de predicar este evangelio de la felicidad sino en ese divino templo que se llama la familia?

¿Y cómo lo ha de hacer ella, si no es ella la primera en abrazarse con el deber… si ella misma huye de los trabajos y de los sacrificios, si ese hogar que ella debe hacer amable, le encuentra ella misma pesado y le deja la primara y es la primera en huir de él?

¿Cómo enseñará a los hijos estas obligaciones la madre si los deja abandonados en manos de niñeras primero, de ayas y de institutrices después, para irse ella más suelta y alegre a mezclarse con la compañía bulliciosa e inquiera de las jóvenes, y para agradar todavía más?

“¿A quién? ¿Para qué?”

Yo, Señores, me calló; y no porque no tenga ya que decir, sino porque para vosotros y para mí es mejor que me calle!

En la Sagrada Biblia hay una historia que desearía yo leeros… Traduzco y compendio.

El hijo de Tobías iba guiado por un ángel a lo largo del camino por la tierra de Nephtali a la tierra de Raguel y llegó por fin a casa de éste. El cual le reconoció como pariente, se echó sobre su cuello y entre lágrimas le abrazó. Ana, su esposa, y Sara, su hija, le acompañaron también, con su llanto. Habiendo sido invitado a comer con sus huéspedes, Tobías dijo: “Oh, no; no beberé ni comeré cosa sin que hayáis oído mi petición. Dadme por escosa a vuestra hija Sara…”

Raguel entonces cogió la mano derecha de su hija y la puso sobre la mano derecha de Tobías, diciendo: “¡Que el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob sea con vosotros y que Él mismo os junte y que se cumplan en vosotros sus bendiciones!”

Y Tobías dijo luego a Sara: “Venid y oremos delante de Dios, porque somos hijos de los santos, y no nos podemos juntar como lo hacen los gentiles que no tienen Dios».

Y ambos hicieron oración.

Tobías dijo: “Señor, Dios de nuestros padres, bendígante los cielos y las tierras y los océanos y las fuentes y los ríos y todas tus criaturas que en ellos hay. Tú hiciste a Adán del barro de la tierra y le diste en ayuda a Eva.

Y ahora, Señor, en tu presencia tomo a esta mi hermana por esposa… a fin de que por nuestros hijos sea bendito tu nombre por los siglos de los siglos”.

Y Sara dijo también: “Ten misericordia de nosotros, Señor, ten misericordia de nosotros y envejezcamos juntos con salud”. Y Raguel y Ana dijeron: “Te alabamos, Señor, Dios de Israel… que te has apiadado de estos dos unigénitos. Conozcan por ellos todas las gentes que Tú sólo eres Dios en toda la tierra”.

Entretanto Gabelo, vió a Tobías, le abrazó, lloró y bendijo a Dios.
Y dijo: “Bendígate el Dios de Israel, porque eres hijo de un hombre justo, temeroso de Dios y que hace limosnas

Y sea dicha bendición sobre Sara, tu mujer… y sea vuestra descendencia bendita del Dios que reina por los siglos de los siglos”.

Y todos respondieron: “Así sea. Amen”.

A. M. D. G.

«[...] lo que llamamos raza no está constituido por aquellas características que puedan transmitirse al través de las obscuridades protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla y el credo. La HISPANIDAD está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.» -Ramiro de Maeztu

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