Vía Matris - P. José Guadalupe Treviño

 




El Vía Matris es el camino que recorrió María de regreso, desde el Santo Sepulcro hasta su casa. Es un camino en el que recuerda y revive el Vía Crucis, el Camino de la Cruz. Por lo tanto, lo rezamos acompañando a la Madre Dolorosa de vuelta a su hogar



I ESTACIÓN 
En el atardecer del Viernes Santo, colocan el cuerpo amortajado de Jesús en el sepulcro. Un sudario cubre su rostro que irradia una paz infinita. María no puede separarse de aquel lugar; es preciso, sin embargo, hacerlo. Levanta el sudario y contempla el rostro de su Hijo por última vez... Los grandes dolores son silenciosos... A las veces ni las lágrimas pueden expresarlos... María, acompañada de Juan y de Magdalena, y seguida por las santas mujeres, vuelve a Jerusalén, recorriendo en sentido inverso las estaciones del primer Viacrucis.

(Al terminar esta breve reseña, en cada estación, medita unos instantes y después haces la oración que se te propone). 

¡Madre amadísima! También nosotros queremos acompañarte con nuestra compasión sincera, con nuestro silencio respetuoso, con nuestro amor filial. Ese sepulcro fue como un primer Sagrario. Alcánzanos, Madre, la gracia de amar tanto la Eucaristía, que no acertemos a separarnos del Sagrario donde vive Jesús.
Y cuando perdamos un ser querido y contemplemos su rostro por última vez, que nos consuele la esperanza de volverlo a ver en el cielo, vivo y glorioso, para no separarnos jamás...

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.


II ESTACIÓN
Al desclavar de la cruz el cuerpo del Señor, ningún lugar más digno para recibirlo que el regazo de María. ¡Belén y el Calvario!... Los mismos brazos de María estrechan al Jesús Niño y al Jesús muerto...
En Belén, presiente el Calvario... En el Calvario, recuerda a Belén…
¡Qué contraste!...
Muy cerca del Santo Sepulcro está una gran loza —la piedra de la unción—; allí colocaron el cuerpo de Jesús para amortajarlo según la costumbre de los judíos.
José de Arimatea llevó cien libras de una mezcla de áloe y mirra, las vendas y una sábana de lino. Las vendas se empaparon en la mezcla perfumada y vendaron todo el cuerpo de Jesús. Lo envolvieron en la sábana y cubrieron su rostro con un sudario.
De allí lo pasaron al Santo Sepulcro.
¿Cuándo hemos de morir? ¿Cómo moriremos?
Lo ignoramos. Pero ciertamente todos tenemos que morir.
En esa hora suprema, oh Madre, queremos refugiarnos en tu regazo maternal, para que de él logremos pasar al Seno del divino Padre.

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.


III ESTACIÓN
María se acerca al lugar del suplicio y contempla la cruz desnuda y ensangrentada...
¡Si pudiera llevársela consigo!
Lleva por lo menos la corona de espinas, los clavos y los lienzos con que limpió el cuerpo de su Hijo, empapados en sangre...
¡Con qué solicitud guarda una madre los últimos recuerdos de su hijo!
Volvió María a ocupar el mismo lugar en el Calvario. Allí contempló la agonía de Jesús y vio cuando al expirar se inclinó su cabeza y, antes de apagarse la luz de sus ojos, la miraron con una ternura infinita para decirle: ¡Adiós!...
La cruz desnuda es el dolor sin consuelo... El que nadie conoce... El dolor que el egoísmo no puede comprender... El que Dios mismo no puede aliviar, para que saboreemos toda su amargura...
La cruz desnuda es el silencio en el dolor... El que no se desdora con quejas inútiles... El que se oculta bajo la dulzura de una sonrisa... Danos, Madre, la fortaleza necesaria para que nuestro corazón sea como una ánfora sellada, que guarde el perfume de nuestros sacrificios sólo para Dios...

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

IV ESTACIÓN
Aquí está María en el lugar donde clavaron en la cruz a su Hijo divino.
En el corazón de María resuena aún el eco de los golpes del martillo que hundieron los clavos. Golpes secos y apagados primero, mientras los clavos, toscos y romos, desgarraban los músculos y quebraban los huesos; sonoros después, cuando penetraron en la madera de la cruz... Los mismos clavos, que traspasaron las manos y los pies del Hijo traspasaron el alma de la Madre...
Afirma San Pablo que vivía «crucificado con Cristo».
Todo cristiano verdadero así debe vivir, clavado en la cruz de su Maestro.
Puesto que en esta vida es inevitable el dolor, es preciso santificarlo uniéndolo al de Jesús y al de nuestra Madre María.
Así es como nos traspasarán los mismos clavos, como nos fijarán a una misma cruz y harán que el Sacrificio de Cristo, los Dolores de María y los nuestros formen un solo Sacrificio, una sola Misa...

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.


V ESTACIÓN
Antes de clavar a Nuestro Señor en la cruz, lo despojaron de sus vestiduras, más bien se las arrancaron, adheridas como estaban a sus llagas por la sangre coagulada.
¡Qué tormento para la modestia de Jesús y para el pudor virginal de María!
La piedad cristiana no ha podido admitirlo y piadosamente cree que María rápidamente se quitó su velo para cubrir a su Hijo.
«El que no renuncie —por el afecto a lo menos— a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo», dijo el Maestro.
Despojado hasta de sus vestiduras, nos enseña Jesús la gran ley de la vida cristiana: el renunciamiento, el desapego de todo lo que nos impida seguirlo, la remoción de todo obstáculo entre Jesús y el alma, la pobreza de espíritu.
Tratemos de consolar a María despojándonos de todo lo superfluo para cubrir la desnudez de los pobres.

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

VI ESTACIÓN
María se detiene en el lugar donde Jesús cayó por tercera vez.
¡Cómo hubiera querido María detenerlo para que no cayera, como cuando Jesús Niño daba sus primeros pasos vacilantes, en el destierro de Egipto! Pero los soldados se lo impidieron y tuvo que ver, impotente, a su Hijo caído en tierra y levantado a golpes y puntapiés...
Las caídas de Jesús y la pena de María de no poderlo levantar simbolizan y expían nuestras propias caídas. Esta tercera, que es la más grave, representa la caída en el pecado mortal.
¿Pueden enumerarse siquiera todos los pecados mortales que se cometen en el mundo cada día, cada hora, a cada momento? ¡Y después de tantos siglos!...
¡El mundo es una inmensa cloaca!
¡Cuánto deben haber sufrido el Corazón de Jesús, el Corazón de María al comprobar que no podían impedir tanta maldad ni la sangre del Hijo ni las lágrimas de la Madre!
Prefiramos la muerte antes que mancharnos con un pecado mortal y hagamos todo lo posible por evitar alguno siquiera en torno nuestro.

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

VII ESTACION
Es notable que ninguna mujer haya injuriado a Jesús en su pasión. Claudia lo defiende; Verónica enjuga su rostro; las santas mujeres lo acompañan, mientras sus discípulos huyen; y hasta las judías, que ignoraban quién era Jesús, lo compadecen y lloran por su desgracia.
Esta conducta de la mujer con Jesús, ¡cuánto debe María haberla agradecido! Pero, al mismo tiempo, sabía que, en la sucesión de los siglos, la mujer sería con frecuencia motivo de escándalo y de que muchísimos pecados se cometieran. Fue una pena especial para la Virgen.
Jesús nos enseña que el dolor del inocente no es motivo de compasión; sino el sufrimiento del pecador del cual no se aprovecha para purificarse; antes bien, murmura y se rebela contra Dios. Y anuncia que pronto vendrá un tremendo castigo sobre la ciudad deicida.
En esta vida no se puede sufrir sino de una de estas tres maneras: como Jesús, inocente, por los pecadores; o como el buen ladrón, pecador, para convertirse en santo; o como el mal ladrón, desesperado, para condenarse.
Una de esas tres cruces ha de ser la nuestra. Toca a cada uno elegir la suya.
María intercedió por los dos crucificados: uno correspondió a la gracia y el otro no. ¡Que la Santísima Virgen nos alcance la gracia de saber sufrir!

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

VIII ESTACIÓN
María reconoce el lugar donde Jesús cayó por segunda vez.
Lo escabroso del camino, los empellones de los soldados, los tirones de las cuerdas que lo ataban por la cintura, lo hicieron tropezar y dar con su cuerpo en tierra...
Tampoco en esta estación pudo la Santísima Virgen prestar a su Hijo ayuda alguna.
Y sufre más al comprobar que a los otros dos que van a morir con Jesús, nadie los ha molestado. Toda la saña se concentra en su Hijo... ¿Por qué habrá tanta maldad en el corazón del hombre? ¿Qué mal les ha hecho Jesús?...
Esta caída expía las caídas de las almas que cometen el pecado venial deliberada y habitualmente.
En un tiempo fueron fervorosas y trabajaron con entusiasmo por adelantar en la virtud. Pero con el tiempo se cansaron en el servicio de Dios, abusaron de las gracias y cayeron en la tibieza.
¡Es más fácil que se convierta un pecador a que un alma se levante de la tibieza!
¡Que esta caída de Jesús y la pena de María hagan este milagro!
Prometámosles evitar con su gracia todo pecado venial plenamente deliberado.

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

IX ESTACION
En este lugar, una de las piadosas mujeres que con María acompañaban a Jesús, al ver el rostro del Señor desfigurado, cubierto de sangre, de saliva y de polvo, se quitó su velo y, abriéndose paso entre los soldados, llegó hasta Jesús y limpió su rostro.
Él la premió imprimiendo en el velo su rostro divino.
Isaías, cerca de siete siglos antes, ya había visto ese rostro desfigurado: «Lo vimos y no tenía figura humana».
María, por el presentimiento primero, por el recuerdo después, llevó siempre impresa en su alma el rostro de su Hijo en la pasión y especialmente en la cruz y en el sepulcro.
Recordemos con frecuencia la pasión de Nuestro Señor. Y con el espíritu de sacrificio y de inmolación tracemos en nuestra alma el rostro de Jesús en su pasión.
Nuestro Señor prometió a una santa carmelita: «Todos los que contemplen amorosamente en la tierra la Santa Faz la verán un día radiante de gloria en el cielo».

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

X ESTACIÓN
No por compasión sino para que el Señor no muriera antes de llegar al Calvario: ¡tan moribundo lo veían!; no por un sentimiento de humanidad, sino al contrario, para no privarse del placer inhumano de verlo morir crucificado; obligaron a Simón de Cyrene a que le ayudara con la cruz. Lo hizo de mala gana y obligado por el oficial romano; sin embargo, este servicio que fue un momentáneo alivio para Jesús, y más aún para María, Dios lo premió con la gracia de la conversión.
María fue toda su vida el cirineo de Jesús... porque toda la vida de Cristo fue «cruz y martirio», y María le ayudó con esa cruz y compartió con Él ese martirio.
¿No queremos ser los cirineos de Jesús? ¿No nos ofrecemos para ayudarle a llevar la cruz?
Somos sus cirineos, si le ayudamos a salvar las almas con nuestras oraciones y sacrificios, y con nuestro apostolado.

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

XI ESTACIÓN
¡Qué lugar de los más dolorosos recuerdos! Aquí María encontró a su Hijo que cargaba jadeante la cruz. Jesús, a través de la sangre que velaba sus ojos; María a través de un velo de lágrimas, se miraron
¡Cuánto se dijeron en esa mirada silenciosa!
Gratitud, comprensión, amor filial, en Jesús.
Adoración, compasión, ternura infinita, en María
En los dos un dolor inmenso, amarguísimo como el mar, que destrozaba sus corazones…
Jesús ya no estará solo en medio de esa multitud hostil; cerca que Él está María su grande, su único consuelo.
Lo que fue toda su vida; lo es ahora más que nunca
Lo quiere ser también para nosotros; por eso la invocamos: «Consuelo de los afligidos».
En las penas de la vida —¡son tantas!— no busquemos alivio en las criaturas, su egoísmo nos decepcionaría; refugiémonos en el regazo de nuestra Madre
—Como cuando éramos niños— y Ella nos hará sentir la ternura de su amor que sanará las heridas del alma sin lastimarla...

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

XII ESTACIÓN
Fue éste el lugar de la primera caída. El peso de la cruz se hundía en sus hombros descarnados por la flagelación. Tropezó, le faltaron las fuerzas humanas para sostenerse y cayó por tierra; encima de su cuerpo despedazado, todo el peso de la cruz parecía aplastarlo... Esta vez está solo y no escucha ni una sola voz de compasión; únicamente imprecaciones, insultos y blasfemias.
Todavía no se había reunido con Él su Santísima Madre, por más que sobrenaturalmente lo sabía todo y ningún detalle de la pasión pasó desapercibido para Ella.
Jesús, que como Dios sostiene al universo, no camina al Calvario como fueron los mártires al lugar de su suplicio, gozosos y triunfantes. Quiso subir al Calvario, jadeante, desfalleciendo, cayendo y levantándose... Para que no nos extrañaran nuestras debilidades y miserias.
Esa es la manera humana de sufrir.
Tampoco María ni sufrió estoicamente ni dramatizó sus dolores. Sufrió sencillamente, silenciosamente... Sin quejas ni desmayos, sin otro lenguaje para expresar su dolor que la sarta de perlas de sus lágrimas...
¡Aprendamos a sufrir como Jesús y María!

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

XIII ESTACIÓN
Aquí fue el encuentro del Señor con la cruz «tanto tiempo deseada, buscada sin descanso, ardientemente amada».
La deseó toda su vida, porque era el término de su misión. La buscó sin cesar, porque ésa era la voluntad de su divino Padre. La amó con todo su Corazón como el altar de su Sacrificio, que glorificaría a su Padre y salvaría a nuestras almas.
Al cargarla sobre sus hombros, pensó que no la llevaría solo; con Él habría de llevarla muy especialmente María, Corredentora del género humano, así como todas las que quisieran seguirlo.
No debes perder de vista estas palabras de Jesús: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz todos los días y sígame».
San Pablo nos enseña que a los que Dios predestina los hace semejantes a su Hijo. ¿Cómo podemos asemejarnos a Jesús Crucificado llevando una vida muelle y cómoda?
Es indispensable para asemejarnos a Jesús y salvarnos, tomar sobre nuestros hombros nuestra cruz, la nuestra, no otra, es decir, las penas que cada día nos manda Nuestro Señor.

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

XIV ESTACIÓN
Es en el pretorio, donde se cometió la mayor injusticia que ha visto el mundo: un juez que declara inocente al acusado y que, sin embargo, para no malquistarse con los acusadores, lo condena a muerte, y a la muerte más infame y cruel: la crucifixión.
Jesús aceptó esa sentencia injusta a librarnos de la sentencia condenatoria que justamente merecíamos. María la aceptó, porque tal era la voluntad del Padre para salvarnos.
Nada rebela tanto al hombre como la injusticia; ¡y de injusticias está lleno el mundo!
Pero sobre la injusticia del hombre está la justicia de Dios.
Y la gran justicia de Dios es su Misericordia que a todos perdona, si se arrepienten y expían sus culpas.
¡Misericordia de Dios que María nos alcanza con sus dolores, en ella confiamos ciegamente!

V/. —Madre, fuente de amor,
R/. —Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.

EPILOGO
Es noche... María entra en la casa de Juan Marcos, muy cerca del Cenáculo, para empezar a recordar, paso a paso, detalle por detalle, la pasión de su Hijo; para comenzar su Soledad, apenas interrumpida por las breves apariciones después de la Resurrección.
Noche que duró cerca de un cuarto de siglo, durante el cual su Amado fue un hacecillo de amarga mirra en medio de su Corazón.
Madre, la muerte nos ha arrebatado uno a uno, a los seres queridos y nos quedamos solos, solos con esa soledad del corazón que hiela el alma...
Unimos nuestra soledad a la tuya, dulce Virgen María, y estamos seguros de encontrar en tu regazo maternal el consuelo, la esperanza y la paz...
Amén.


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