La carrera de la mujer - Can. Emilio Enciso Viana
Repitámoslo una vez más. La mayor dignidad de la mujer es ser la reina de su hogar.
Es un espejismo creer que el brillo de
la Filosofía o de las Ciencias Naturales o del puesto de mando o del manejo de
la industria o del comercio, puede agrandar lo más mínimo la figura de la mujer
o aumentar su felicidad.
Se trata de una alucinación que en los
tiempos actuales padecen muchas equivocadas.
Cuando las veo con afanes
inconscientes huir del hogar, mirándolo de soslayo con ojos horrorizados, como
se mira un espectro, lanzándose a la profesión, a la oficina, al taller, al
mostrador, no puedo menos de pensar en esas mariposillas que, seducidas por los
resplandores alucinantes de una hoguera, se olvidan de que su destino es lucir
las maravillas de sus colores bajo la luz esplendida del sol, y revolotean en
torno de la llama crepitante hasta que sus alas se queman y caen en tierra
víctimas de su error.
Muchas mujeres yerran su vida y se
olvidan de que la carrera de la mujer es casarse, y su oficina y taller el
hogar.
La maravilla de sus sentimientos tiene
un sol legítimo que le alumbre: la llama esplendida del hogar. Mejor aún ella
es el sol del propio hogar.
No soy yo quien lo dice; lo ha dicho
el Espíritu Santo, bajo cuya inspiración se ha escrito esta frase: «Lo que es para el mundo el sol, al nacer en las
alturas, eso es la gentileza de una mujer virtuosa para el adorno de una casa».
Convendría que las muchachas aprendiesen toda la poesía y toda la verdad encerrada en este texto. Así no habría tantas mariposillas inquietas buscando fuera del hogar el centro de atracción en cuyo derredor gustan revolotear, a veces hasta quemar sus alas, tras de haber cegado su vista con los reflejos engañosos de una vida de relumbrón, arropada entre ligerezas y frivolidades mundanales.
Lejos de mi pretender
que las muchachas no estudien o no se coloquen en un empleo o no desempeñen
ciertos cargos. Admito más; puede haber chicas –en los tiempos actuales muchas-
para quienes sea un deber seguir una carrera o proporcionarse una colocación
con cuyos ingresos aporten ayuda al peculio familiar y aseguren en lo económico
su incierto porvenir.
Pero aún para éstas
sostengo que la carrera principal es casarse y que, por tanto, todas las demás
carreras, cargos, puestos y empleos, han de subordinarse al posible futuro
matrimonio constitutivo del hogar.
Y al hablar así,
entiéndase que, lo mismo en este capítulo como en cualquier otro, salvo siempre
una superior vocación a la virginidad, que está por encima de todos los pareceres,
planes y voluntades humanas. Hablo de la regla general, y ésta será siempre que
Dios ha destinado a la mujer para ser la clave del hogar.
Una carrera puede
convertir a una chica en profesora, ingeniero, abogado, geómetra…; el hogar le
constituye en la forjadora del alma de los profesores, ingenieros, abogados,
geómetras…; ante la cual éstos habrán de inclinarse y seguir las normas de vida
que ella trazó y que, si fue buena madre, habrá esculpido con surcos tan
profundos en los fundamentos de su personalidad, que nada ni nadie podrá
borrar.
Un puesto en una
oficina, en un taller, en un comercio, le proporciona una influencia en un
radio más o menos reducido. En su hogar es como el capitán de barco que, metido
en su cabina, no maneja el timón ni se mueve sobre cubierta, pero, al fin y al
cabo, es el que conduce la nave al puerto.
Y en cuanto a
bienestar, ¿acaso fuera del hogar encuentra la mujer más paz, más tranquilidad,
más satisfacciones y más alegrías que en el gobierno de su feudo familiar?
Aquellos seres que
son carne de su carne y hueso de su hueso; aquellos corazones que son un pedazo
de su propio corazón, le proporcionan preocupaciones, trabajos, disgustos,
pero, si ella se da maña, le compensan las amarguras con dulzuras intensas y
satisfacciones intimas en muy subida proporción.
En el hogar es donde
su personalidad se agiganta, su naturaleza se perfecciona con la fecundidad, y
su corazón se esponja entre amores que podrán fallar, como todo lo humano, pero
que siempre serán más firmes y fieles que los amores y amistades nacidos en
este tinglado de la farsa que constituye el mundo.
Pues si la carrera de la mujer es casarse y su puesto el hogar, la educación femenina debe ser hogareña, y todo lo demás debe engranarse y amoldarse a la vida del hogar.
Hasta hace
relativamente pocos años, la muchacha crecía en su casa; en ella, junto a su
madre, se iba formando en todo los detalles de la vida familiar, y cuando
llegaba el momento de constituir un nuevo hogar, no hacía falta más que
trasplantarla de una casa a otra, donde desarrollaba su nueva vida,
continuación de la anterior, ejecutando menesteres en los que estaba entrenada,
con una experiencia propia de maestra.
Hoy la mujer apenas
hace vida de familia. De niña, se pasa el día en el colegio; de joven, en la
Universidad o academia, donde prosigue sus estudios; después, en la oficina, en
el taller, en el comercio…
Y cuando se casa,
¿qué? No sabe lo que es un hogar, ignora lo correspondiente a su organización,
no entiende nada de labores domésticas, no está entrenada en las delicadezas y
finos sentires de la intimidad hogareña, ni posee las virtudes propias de una
mujer constituida por el santo matrimonio en piedra angular del edificio
familiar y en foco de influencias decisivas en la sociedad.
La carrera de la
mujer es casarse. Luego, si para ganarse la vida o completar su educación, sale
de casa, debe esforzarse por suplir estas salidas, permaneciendo en el hogar
cuando sus ocupaciones o estudios lo permitan, y aprovechando las vacaciones y
fiestas para vivir intensamente la vida familiar, participando en su
organización, interesándose por sus preocupaciones y ayudando a resolver sus
problemas.
De la misma manera se
deduce que ni las devociones ni el apostolado pueden servir de excusa para
pasarse el día fuera de casa, abandonando las obligaciones de ésta. Cúmplase
primero con cuanto es necesario para que la vida familiar se desarrolle
espléndida, y dedíquense las energías restantes a actividades apostólicas.
Apostolado sin
perjuicio del hogar, sí; apostolado arruinando la vida hogareña, no. Sería una
equivocación; sería pretender llevar la sociedad hacia Dios, contrariando los
planes divinos.
La base de la
recristianización de la sociedad es crear hogares cristianos, en los que la
savia del Evangelio se difunda exuberante. Sólo de hogares cristianos pueden
salir buenos cristianos; de hogares paganos saldrán gentes corroídas de
paganía; de hogares egoístas, individuos fríos y viciosos; de hogares
sacrificados, almas heroicas y santas.
El ideal del
apostolado cristiano, cualquiera que sea su aspecto, merece toda clase de
esfuerzos y sacrificios personales, pero nunca, salvo casos excepcionales,
reclama el sacrificio del hogar.
Tampoco las
devociones deben distraer a la mujer de sus deberes caseros. Este es uno de los
casos legítimos en que ha de aplicarse el refrán castellano. «Antes es la
obligación que la devoción».
Obsérvese, sin
embargo, que para el recto cumplimiento de las obligaciones familiares, la
mujer precisa un cumulo de energías morales que, en general, sólo puede
encontrar practicando la piedad. La oración le obtendrá abundantes gracias
sobrenaturales, la dirección espiritual le proporcionará acertadas
orientaciones y la divina Eucaristía, recibiendo sus confidencias en el
Sagrario, ofrendado la Hostia propiciatoria en el altar y alimentando su alma
en el comulgatorio, le tonificará, le hará fuerte y acumulará en ella esas
reservas de energías, tan necesarias para el gobierno y encumbramiento de un
hogar. La clave para la solución de este problema está en engranar de tal forma ambas cosas, que la piedad anime la
vida familiar, y devociones y deberes alternen y se sucedan en armónico orden
cristiano.
Si estos motivos tan
selectos y elevados no justifican el abandono del hogar, mucho menos pueden
justificarlo las diversiones.
Necesitan las chicas
divertirse; pero la diversión no es para
ellas ni el fin supremo ni siquiera uno de los principales; es un medio de
poder realizar la misión traída a la vida, y que jamás puede salirse de su
calidad de medio subordinado siempre a los fines superiores a cuyo servicio
está.
Diviértanse las
muchachas, esponjando en alegres entretenimientos y sanos recreos sus almas jóvenes;
retoce en sus labios la risa alegre; den satisfacción al dinamismo que electriza
su nerviosismo; entretengan su imaginación con espectáculos amenos y
entremezcles sus horizontes juveniles con otros paisajes también de juventud…
Todo ello está bien, siempre que esté encuadrado en la virtud cristiana.
Lo que está mal es
que de la diversión se haga trinchera para atacar las obligaciones hogareñas y
disculpa para boicotear sus dulces intimidades.
No hay que olvidar
que la carrera de la mujer es casarse.
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